El albergue (de Sigler@s Montañer@s) y la tribu

12/06/2019

Nunca olvidaré el sonido del viento en la copa de los árboles.

Era nuestra segunda noche de albergue; en la primera, habíamos dormido de maravilla.

Aunque tenía los ojos cerrados, esa primera noche, al irme a la cama, seguí viendo las estrellas que acabábamos de contemplar en un taller de observación del cielo nocturno. Los más pacientes y los menos cansados alcanzaron a divisar, a través de un telescopio, los anillos de Saturno.

Poco antes, después de cenar, una actividad colectiva se convirtió en metáfora de la estancia en el albergue: sentados en corro, las familias se presentaron una a una, pasando el turno con un ovillo de trapillo que los niños y las niñas, después de sujetar un extremo de la tira, arrojaban con fuerza. Así, cada familia constituía una punta de la estrella de hilo que se formó, construyendo entre todos una trama, símbolo del vínculo que a partir de entonces se comenzó a tejer entre nosotros.

Pero yo quería hablarles de aquel sonido, el del viento en la copa de los árboles, que escuchamos la madrugada del domingo.

Hasta ese momento todo había ido fenomenal. El día comenzó con una sesión de yoga familiar, que se convirtió en un grato ejercicio de espontaneidad debido al ingenio requerido para imitar las posturas de los animales que niñas y niños sugerían. ¿Alguien sabe cómo es la postura del búho?

Luego de desayunar, el grupo se dividió en dos: los que tomarían la ruta corta, para hacer un paseo hasta las piscinas naturales, y los que emprenderían la ruta más larga, por la senda del embalse; ambos paseos pensados para familias, no para montañeros experimentados.

Uno de los principales méritos del albergue anual que organiza Sigler@s Montañer@s es que las actividades no son “adultocéntricas”: los protagonistas son las niñas y los niños. Aunque los adultos, hay que decirlo, se lo pasan en grande.

A la vuelta de las caminatas (¡ay! de los que no se metieron en las pozas de agua fría), y después de la comida (apetitosa, abundante y bien servida), tuvimos tarde de multiaventura y piscina. ¡La piscina merecería un capítulo aparte, qué bien nos lo pasamos en ella! Otras personas se dedicaron a la decoración y a aprender los secretos de un buen masaje.

Incluso, algunos chavales que jugaban al fútbol en la entrada del albergue, aseguran que vieron a los hermanos Gasol, Ricky Rubio, Michael Jordan, Stephen Curry y a Lebron James, batirse en una mítica partida de baloncesto. Personas más objetivas, en cambio, contemplaron a un grupo de papás dando carreras tras un balón, fallando al aro, exhaustos, al borde del desfibrilador.

Después de la cena, asistimos a una velada en la que niñas y niños, comenzado por la clase de tres años y terminando con la de sexto de primaria, cantaron, contaron chistes, actuaron y bailaron. Hasta ese momento nada nos hacía prever lo que vendría después.

Había pasado la medianoche cuando llegamos a la cabaña. Un ronquido intimidante surgía desde lo más profundo de las habitaciones, como contrapunto al llanto de un par de criaturas.

Mi hija, de cinco años, hubiese aguantado un rato más, pero la madre y el padre, no. Tuve cierta dificultad, lo reconozco, para subir a la parte alta de la litera. Caí rendido de cansancio, hasta que en plena madrugada mi hija se despertó llorando. Después de un buen rato de desconsuelo, las lágrimas dieron paso a un ataque de tos. Crucé la mirada con mi mujer, cogí a la niña en brazos y salimos de la habitación, para no incomodar a las familias con las que compartíamos habitación.

Por suerte, una familia había dejado una hamaca colgada entre dos árboles, muy cerca de la casa principal. Mi mujer se acostó con la niña en la hamaca, y yo me tumbé al lado, en el duro suelo, sobre un saco de dormir.

Fue entonces cuando lo escuché, al viento en la copa de los árboles. Era un sonido grave, que bien podía confundirse con el ruido de las olas golpeando las rocas de un acantilado, de no ser porque el mar más cercano al campamento de Piedralaves está a cuatrocientos kilómetros de distancia.

Algo primitivo se despertó en mí con aquel sonido, una vieja memoria de cuando vivíamos en tribu, hace miles de años.

Varias veces se repitió la escena de mi hija despertando de forma abrupta, tosiendo, quejándose de no poder respirar, y volviendo a dormirse en un ciclo que parecía interminable.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. ¿Una hora, dos? Finalmente, mi hija se calmó, y la madre la invitó a practicar la “magia” de que si se metían juntas en la cama se quedarían dormidas de inmediato. Y así fue: una vez más funcionó la “magia” que las madres heredaron de las mujeres que vivían en tribus, hace miles de años.

A la mañana siguiente, mi hija no recordaba nada. Pero a mí no se me iba de la mente la impresión del sonido del viento en la copa de los árboles.

Muchas otras aventuras pasaron durante la estancia en el albergue de las que no tuve noticia. Al fin y al cabo, esto no es más que un relato personal. Cada quien, niñas y niños, mamás y papás, tendrá su propio relato. Pero la mayoría coincidirá en el ambiente de compañerismo, buen rollo, camaradería, colaboración, conexión, unidad, diversidad: tribu.

Sabemos que el Colegio Siglo XXI tiene un problema con la participación: creemos que somos un lugar muy participativo, pero siempre participa una minoría. Para mí, al menos, fue así, hasta mi paso por el albergue.

Porque el roce, dicen, hace el cariño. Siguiendo con la ecuación, el cariño genera compromiso y el compromiso, participación.

Actividades como el albergue facilitan que la trama invisible que une a las familias adquiera consistencia.

No solo es que el cole, desde el punto de vista educativo, aplique la metodología constructivista: es que todo el Siglo XXI está en permanente construcción; y somos las familias, niñas y niños, mamás y papás, los arquitectos, las ingenieras y los obreros del edificio donde crecen nuestros hijos e hijas.

El lunes después del albergue, cuando llegué al cole por la mañana, parecía que mi vista se había liberado de una pesada bruma. Empecé a ver rostros conocidos por doquier, los mismos que tres días atrás, antes del albergue, pasaban desapercibidos.

Entonces comprendí: el Siglo XXI, el cole de mi hija, el cole de nuestras hijas e hijos, no es tan solo un cole: es nuestra tribu.

Máximo Peña, papá de Maya de 5 años B

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