El pequeño Azul vive en las clases de Lengua
Maravilloso relato corto de 4º ESO

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Casi a diario, Alex plantea en su clase de 4º ESO mil y una preguntas a profesores y compañeros; todos intentamos responder lo mejor que podemos. Y es que Alex siempre tiene preguntas. Tantas nos hace a nosotros como se hace él mismo. El curso pasado se preguntó hasta dónde llegaría un relato que escribiera desde lo más profundo de su corazón. Lo escribió, lo trabajó, lo mejoró y lo presentó a un certamen de difíciles condiciones. Tuvimos que esperar con paciencia el resultado pues las restricciones sanitarias influyeron en el calendario y en las previsiones para la entrega de premios pero mereció la pena: 2º puesto en el IV Certamen de Relatos Cortos Rotary Club Madrid.
Ahora, con sus compañeros de clase, empieza otro nuevo reto: manos a la obra para ilustrar el relato.
Os dejamos por aquí el fruto de su trabajo.
Disfrutad de la lectura.
EL PEQUEÑO AZUL
Hoy he decidido dar un paseo. Pero uno diferente, uno que hace años no hago. He decidido pasear por el parque de mi infancia. Ese parque fue muy importante para mí. Pasaba delante de él cada vez que iba y volvía del colegio. Recuerdo dedicarme a plantar piedras. Cogía un puñado tan grande como mis manos me permitían y las esparcía por la arena con la esperanza de que crecieran más. Nunca conseguí que funcionara. También me caí muchas veces allí. Me tropezaba y me raspaba las piernas. Mi uniforme siempre acababa sucio. Y si no era por haberme caído, era por haberme sentado a hacer castillos de arena. Allí, en el parque, fue donde me di cuenta de que no me gustaba llevar faldas, porque no me dejaban subir al tobogán, así que miraba a mi madre y decía, “¿lo ves?” porque era rebelde, y me oponía a llevar ropa que no fuera cómoda. Por desgracia, no recuerdo mucho más. Volver todavía se me hace difícil. Nunca me gustó haber crecido tan rápido. Me hubiera gustado haberme quedado más tiempo en mi obsesión por One Direction, o por Justin Bieber, o el baloncesto, el piano, los puzzles… Todo pasó muy rápido. Y lo sigue haciendo, eso tampoco me gusta. En un parpadeo, marzo es septiembre y yo tengo 14 años. Y si parpadeo otra vez tengo que estudiar mucho y sacar buenas notas porque en este curso son importantes para futuras becas o universidades en las que quiera entrar. ¿Quieres saber lo que pasará en el siguiente parpadeo? Meses. Incluso años. Mis amigos y yo nos dedicaremos a cosas diferentes y reiremos sobre anécdotas de clase cuando nos llamemos de vez en cuando. Y si esto solo pasa cuando parpadeo yo, imagínate lo que pasa cuando lo hacen 8.000 millones de personas. Y así, entre parpadeos y recuerdos, he llegado.
Todo parece más pequeño, pero nada ha cambiado. Los columpios siguen en el mismo sitio, con las mismas marcas en los postes. El tobogán, igual. Los bancos, iguales. Todo es igual, salvo una cosa: hay un papel en el centro. Cuando me acerco a verlo, me encuentro dibujada una estrella de cinco puntas y cada una de una longitud diferente. Entonces, se acerca una criatura. Tiene el pelo rubio y ojos marrones con tonos verdes que brillan con la luz del sol.
–¿Te gusta? –me dice–. Lo he hecho yo.
Una sonrisa triunfante cubre su cara, y de alguna manera, siento un calor dentro de mí. Como cuando ves a alguien que hace tiempo que no ves, o cuando alguien te abraza.
–Sí, me encanta –le contesto tiernamente. Me gustan los niños, pero tampoco mucho. Me gustan cuando son pequeños monstruitos adorables e incansables, no cuando tienen pataletas y te demandan que les dejes comer más chuches.
–Es mi dibujo de clase. Yo soy la estrella. ¿Tú qué dibujo eres? –me pregunta con tanta curiosidad que dolería no contestar.
–Yo no tengo dibujo en clase.
–¿No?
–No.
–Jo, qué aburridos sois los mayores –hace una pedorreta con la boca y yo me río.
– Lo sé…
–¿Quieres jugar conmigo? Podemos hacer un castillo.
No tengo ganas de jugar, el paseo me ha cansado, pero no puedo decirle que no.
–Claro.
–¡Bieeeeeeeen!
Ahora irradia más energía que antes, pero sobre todo mucha alegría. Me coge la mano y tira de mí hasta llevarme al “huerto de arena”, así me dice que lo ha llamado, porque cuando vuelve de clase, se para a coger un puñado de piedras y arena y esparcirlo para que crezcan. Nos sentamos y comenzamos la construcción.
–Te has manchado el pantalón –me dice, señalando mi pierna. Y tiene razón, mi pantalón negro está lleno de polvo y arena.
–Tú también –le contesto.
Él me saca la lengua, y yo también a él y acabamos en una competición de caras raras. Él gana.
Comienza a contarme un detallado tutorial de los pasos que tengo que seguir para construir un castillo juntos, yo asiento y hago caso a lo que me dice.
Hemos terminado.
–¿Sabes lo que le falta? –él recibe mi pregunta abriendo mucho los ojos y escuchando atentamente–. Una bandera. ¡Todo rey que se precie tiene un castillo con bandera! –recito poéticamente y proyectando mi voz, como en una obra de teatro–. Podemos ponerle un palo, una flor, una hoja….En un abrir y cerrar de ojos, el pequeño se levanta y salta por encima el castillo en busca de una flor. Sin darse cuenta, derrumba la construcción con su pie, y cuando vuelve al huerto de arena con una pequeña flor amarilla, se derrumba junto con su castillo. Se ha enfadado y está llorando, y mi primera reacción es darle un abrazo. Le digo que todo está bien, que no pasa nada, pero me contesta que sí pasa, que su castillo está roto porque le ha dado sin querer. Yo le sigo abrazando.
–Podemos volver a construirlo –sugiero.
–¡No!¡No va a ser igual!
–Eso es verdad –le digo–. No va a ser igual pero, ¿quieres que te cuente un secreto? –él asiente suavemente. Me acerco a su oído y susurro–: podemos hacer uno mejor.Y tan rápido como se ha enfadado, se le ha pasado. Y estamos construyendo otro castillo, esta vez con más cuidado.
Cuando terminamos, ambos sonreímos orgullosos y él se lanza a abrazarme cerrando sus brazos alrededor de mi cintura.
–Gracias por jugar conmigo –me dice. Yo sonrío y me agacho para estar a su altura. –Escucha, me tengo que ir, se está haciendo tarde –le digo. Su cara se entristece y frunce el ceño.
–No quiero que te vayas.
–Lo sé, yo tampoco quiero irme, pero tengo que volver a casa.
–¡No!
–¿Qué te parece si vuelvo mañana? A la misma hora. Vuelvo y jugamos otra vez. Él hace una pausa y mira a otro lado.
–Hmmm… vale.
–Vale. Pues mañana vuelvo. Hasta mañana, peque. –Adiós.Me giro y emprendo mi camino de vuelta a casa, pero no doy dos pasos sin notar que me tira de mi brazo.
–¿Cómo te llamas? –pregunta. Hago una pausa.
–Azul –contesto–. ¿Y tú?
Se sorprende y me mira con ojos grandes, cejas elevadas y la boca abierta. –¡Halaaaa!¡Yo también me llamo Azul! –dice.
–Tenemos el nombre más guay del mundo, ¿eh?
Él asiente y nos sonreímos. Me despido con la mano y vuelvo a casa. En todo el camino no puedo parar de pensar en él.Al día siguiente vuelvo, pero Azul no está. Espero un tiempo, pero no viene. El pequeño Azul ha crecido. Se ha convertido en un adolescente hecho y derecho, con sus cosas buenas y no tan buenas. Su pelo rubio ahora es azul y lo lleva corto, en un tupé. Sus hombros están algo musculados, porque juega al bádminton, y los cubre una camiseta blanca y una chupa de cuero, porque le hace sentirse más cómodo en su cuerpo. El pequeño Azul ha vuelto a tocar el piano, y se ha dado cuenta de lo importante que es para él. También ha aprendido a tocar la guitarra. Le gusta aprender, más si es sobre música. Siempre intenta sacar tiempo para ver el atardecer, porque le calma. Y le intranquiliza pelearse. Le enfadan las injusticias, le alegra sonreír a la gente, le entristece echar de menos, le da asco el olor del repollo, se sorprende cuando ve a actores que le gustan en otras películas… En resumen, el pequeño Azul ya no es tan pequeño y ahora ve el mundo de una forma diferente. Hay cosas que cambian cuando parpadea y cosas que no. Y ahora mismo, Azul está intentando responder preguntas que le mantienen despierto por la noche. Pero sabe que siempre podrá volver al parque y hacer castillos con el pequeño.
FIN
COLEGIO
SECRETARÍA 2.0
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